En estos graves
días de cuarentena por el coronavirus, se nos viene a la mente la funesta peste
que narró Boccaccio, durante la que siete mujeres y tres hombres se encerraron durante diez días en una villa alejada de la ciudad y pasaron su confinamiento narrando
historias.
Es en la primera jornada donde el autor describe la epidemia que ocasionó
la muerte de decenas de miles de personas en la ciudad de Florencia.
Su lectura
revela cuán poco ha cambiado el ser humano en su indefensión ante tamaño mal, y
también el impresionante paralelismo de ambas epidemias, aquella de peste
bubónica, esta de COVID-19, separadas por casi setecientos años.
Nos queda como moraleja el sentimiento de empatía que Boccaccio expresa en el proemio de la obra: "Humana cosa es tener compasión de los afligidos, y aunque a todos conviene sentirla, más propio es que la sientan aquellos que ya han tenido menester de consuelo y lo han encontrado en otros (…)"
Hemos utilizado
en esta entrada la traducción de
Pilar
Gomez Bedate, solo modificada en dos aspectos: la no acentuación de los
pronombres demostrativos (este, esta, aquel, aquella y sus plurales), según la
norma ortográfica actual, y la separación en párrafos mediante punto y aparte
que no presenta la citada traducción, pero nos parece conveniente para
facilitar la lectura. Además hemos suprimido párrafos, lo que se señala con
signos suspensivos entre paréntesis.
GIOVANNI
BOCCACCIO, El Decamerón. Ed. Orbis, 1982.
PRIMERA JORNADA
(…) la presente
obra tendrá a vuestro juicio un principio penoso y triste, tal como es el
doloroso recuerdo de aquella pestífera mortandad pasada, universalmente funesta
y digna de llanto para todos aquellos que la vivieron o de otro modo supieron
de ella, con el que comienza. Pero no quiero que por ello os asuste seguir
leyendo como si entre suspiros y lágrimas debieseis pasar la lectura. Este
horroroso comienzo os sea no otra cosa que a los caminantes una montaña áspera
y empinada después de la cual se halla escondida una llanura hermosísima y
deleitosa que les es más placentera cuanto mayor ha sido la dureza de la subida
y la bajada. Y así como el final de la alegría suele ser el dolor, así las
miserias se terminan con el gozo que las sigue. (…)
(Era el año)
“mil trescientos cuarenta y ocho cuando a la egregia ciudad de Florencia,
nobilísima entre todas las otras ciudades de Italia, llegó la mortífera peste
-que o por obra de los cuerpos superiores o por nuestras acciones inicuas fue
enviada sobre los mortales por la justa ira de Dios para nuestra corrección-
que había comenzado algunos años antes en las partes orientales privándolas de
gran cantidad de vivientes, y, continuándose sin descanso de un lugar en otro,
se había extendido miserablemente a Occidente.
Y no valiendo
contra ella ningún saber ni providencia humana (como la limpieza de la ciudad
de muchas inmundicias ordenada por los encargados de ello y la prohibición de
entrar en ella a todos los enfermos y los muchos consejos dados para conservar
la salubridad) ni valiendo tampoco las humildes súplicas dirigidas a Dios por
las personas devotas no una vez sino muchas ordenadas en procesiones o de otras
maneras, casi al principio de la primavera del año antes dicho empezó
horriblemente y en asombrosa manera a mostrar sus dolorosos efectos. (…)
Y para curar
tal enfermedad no parecía que valiese ni aprovechase consejo de médico o virtud
de medicina alguna; así, o porque la naturaleza del mal no lo sufriese o porque
la ignorancia de quienes lo medicaban (de los cuales, más allá de los
entendidos había proliferado grandísimamente el número tanto de hombres como de
mujeres que nunca habían tenido ningún conocimiento de medicina) no supiese por
qué era movido y por consiguiente no tomase el debido remedio, no solamente
eran pocos los que curaban sino que casi todos antes del tercer día de la
aparición de las señales antes dichas, quién antes, quién después, y la mayoría
sin alguna fiebre u otro accidente, morían.
Y esta
pestilencia tuvo mayor fuerza porque de los que estaban enfermos de ella se
abalanzaba sobre los sanos con quienes se comunicaban, no de otro modo que como
hace el fuego sobre las cosas secas y engrasadas cuando se le avecinan mucho.
Y más allá
llegó el mal: que no solamente el hablar y el tratar con los enfermos daba a
los sanos enfermedad o motivo de muerte común, sino también el tocar los paños
o cualquier otra cosa que hubiera sido tocada o usada por aquellos enfermos,
que parecía llevar consigo aquella tal enfermedad hasta el que tocaba. (…)
Digo que de
tanta virulencia era la calidad de la pestilencia narrada que no solamente
pasaba del hombre al hombre, sino lo que es mucho más (e hizo visiblemente
otras muchas veces): que las cosas que habían sido del hombre enfermo, o muerto
de tal enfermedad, si eran tocadas por otro animal de distinta especie que el
hombre, no solamente lo contaminaban con la enfermedad sino que en brevísimo espacio
lo mataban.
(…) De tales
cosas, y de bastantes más semejantes a estas y mayores, nacieron miedos
diversos e imaginaciones en los que quedaban vivos y casi todos se inclinaban a
un remedio muy cruel como era esquivar y huir a los enfermos y a sus cosas; y,
haciéndolo, cada uno creía que conseguía la salud para sí mismo.
Y había algunos
que pensaban que vivir moderadamente y guardarse de todo lo superfluo debía
ofrecer gran resistencia al dicho accidente y, reunida su compañía, vivían
separados de todos los demás recogiéndose y encerrándose en aquellas casas
donde no hubiera ningún enfermo y pudiera vivirse mejor, usando con gran
templanza de comidas delicadísimas y de óptimos vinos y huyendo de todo exceso,
sin dejarse hablar de ninguno ni querer oír noticia de fuera, ni de muertos ni
de enfermos, con el tañer de instrumentos y con los placeres que podían tener
se entretenían.
Otros,
inclinados a la opinión contraria, afirmaban que la medicina certísima para
tanto mal era el beber mucho y el gozar y andar cantando de paseo y
divirtiéndose y satisfacer el apetito con todo aquello que se pudiese, y reírse
y burlarse de todo lo que sucediese; y tal como lo decían lo ponían en obra
como podían yendo de día y de noche ora a esta taberna ora a la otra, bebiendo
inmoderadamente y sin medida y mucho más haciendo en los demás casos solamente
las cosas que entendían que les servían de gusto o placer.
Todo lo cual
podían hacer fácilmente porque todo el mundo, como quien no va a seguir
viviendo, había abandonado sus cosas tanto como a sí mismo, por lo que las más
de las casas se habían hecho comunes y así las usaba el extraño, si se le
ocurría, como las habría usado el propio dueño. Y con todo este comportamiento
de fieras, huían de los enfermos cuanto podían.
Y en tan grande
aflicción y miseria de nuestra ciudad, estaba la reverenda autoridad de las
leyes, de las divinas como de las humanas, toda caída y deshecha por sus
ministros y ejecutores que, como los otros hombres, estaban enfermos o muertos
o se habían quedado tan carentes de servidores que no podían hacer oficio
alguno; por lo cual le era lícito a todo el mundo hacer lo que le pluguiese.
Muchos otros
observaban, entre las dos dichas más arriba, una vía intermedia: ni
restringiéndose en las viandas como los primeros ni alargándose en el beber y
en los otros libertinajes tanto como los segundos, sino suficientemente, según
su apetito, usando de las cosas y sin encerrarse, saliendo a pasear llevando en
las manos flores, hierbas odoríferas o diversas clases de especias, que se
llevaban a la nariz con frecuencia por estimar que era óptima cosa confortar el
cerebro con tales olores contra el aire impregnado todo del hedor de los
cuerpos muertos y cargado y hediondo por la enfermedad y las medicinas.
Algunos eran de
sentimientos más crueles (como si por ventura fuese más seguro) diciendo que
ninguna medicina era mejor ni tan buena contra la peste que huir de ella; y
movidos por este argumento, no cuidando de nada sino de sí mismos, muchos
hombres y mujeres abandonaron la propia ciudad, las propias casas, sus
posesiones y sus parientes y sus cosas, y buscaron las ajenas, o al menos el
campo, como si la ira de Dios no fuese a seguirles para castigar la iniquidad
de los hombres con aquella peste y solamente fuese a oprimir a aquellos que se
encontrasen dentro de los muros de su ciudad como avisando de que ninguna
persona debía quedar en ella y ser llegada su última hora. Y aunque estos que
opinaban de diversas maneras no murieron todos, no por ello todos se salvaban,
sino que, enfermándose muchos en cada una de ellas y en distintos lugares
(habiendo dado ellos mismos ejemplo cuando estaban sanos a los que sanos quedaban)
abandonados por todos, languidecían ahora.
Y no digamos ya
que un ciudadano esquivase al otro y que casi ningún vecino tuviese cuidado del
otro, y que los parientes raras veces o nunca se visitasen, y de lejos: con
tanto espanto había entrado esta tribulación en el pecho de los hombres y de
las mujeres, que un hermano abandonaba al otro y el tío al sobrino y la hermana
al hermano, y muchas veces la mujer a su marido, y lo que mayor cosa es y casi
increíble, los padres y las madres a los hijos, como si no fuesen suyos,
evitaban visitar y atender.
Por lo que a
quienes enfermaban, que eran una multitud inestimable, tanto hombres como
mujeres, ningún otro auxilio les quedaba que o la caridad de los amigos, de los
que había pocos, o la avaricia de los criados que por gruesos salarios y
abusivos contratos servían, aunque con todo ello no se encontrasen muchos y los
que se encontraban fuesen hombres y mujeres de tosco ingenio, y además no
acostumbrados a tal servicio, que casi no servían para otra cosa que para
llevar a los enfermos algunas cosas que pidiesen o mirarlos cuando morían; y
sirviendo en tal servicio, se perdían ellos muchas veces con lo ganado.
Y de este ser
abandonados los enfermos por los vecinos, los parientes y los amigos, y de
haber escasez de sirvientes se siguió una costumbre no oída antes: que a
ninguna mujer por bella o gallarda o noble que fuese, si enfermaba, le
importaba tener a su servicio a un hombre, como fuese, joven o no, ni mostrarle
sin ninguna vergüenza todas las partes de su cuerpo no de otra manera que
hubiese hecho a otra mujer, si se lo pedía la necesidad de su enfermedad; lo
que en aquellas que se curaron fue razón de honestidad menor en el tiempo que
sucedió.
Y además, se
siguió de ello la muerte de muchos que, por ventura, si hubieran sido ayudados
se habrían salvado; de los que, entre el defecto de los necesarios servicios
que los enfermos no podían tener y por la fuerza de la peste, era tanta en la
ciudad la multitud de los que de día y de noche morían, que causaba estupor
oírlo decir, cuanto más mirarlo.
Por lo cual,
casi por necesidad, cosas contrarias a las primeras costumbres de los
ciudadanos nacieron entre quienes quedaban vivos.
Era costumbre,
así como ahora vemos hacer, que las mujeres parientes y vecinas se reuniesen en
la casa del muerto, y allí, con aquellas que más le tocaban, lloraban; y por
otra parte delante de la casa del muerto con sus parientes se reunían sus
vecinos y muchos otros ciudadanos, y según la calidad del muerto allí venía el
clero, y él en hombros de sus iguales, con funeral pompa de cera y cantos, a la
iglesia elegida por él antes de la muerte era llevado. Las cuales cosas, luego
que empezó a subir la ferocidad de la peste, o en todo o en su mayor parte
cesaron casi y otras nuevas sobrevivieron en su lugar. Por lo que no solamente
sin tener muchas mujeres alrededor se morían las gentes sino que eran muchos
los que de esta vida pasaban a la otra sin testigos; y poquísimos eran aquellos
a quienes los piadosos llantos y las amargas lágrimas de sus parientes fuesen
concedidas, sino que en lugar de ellas eran por los más acostumbradas las risas
y las agudezas y el festejar en compañía; la cual costumbre las mujeres, en
gran parte pospuesta la femenina piedad a su salud, habían aprendido óptimamente.
Y eran raros
aquellos cuerpos que fuesen por más de diez o doce de sus vecinos acompañados a
la iglesia; a los cuales no llevaban sobre los hombros los honrados y amados
ciudadanos, sino una especie de sepultureros salidos de la gente baja que se
hacían llamar faquines y hacían este servicio a sueldo poniéndose debajo del
ataúd y, llevándolo con presurosos pasos, no a aquella iglesia que hubiese
antes de la muerte dispuesto sino a la más cercana la mayoría de las veces lo
llevaban, detrás de cuatro o seis clérigos con pocas luces y a veces sin
ninguna; los que, con la ayuda de los dichos faquines, sin cansarse en un
oficio demasiado largo o solemne, en cualquier sepultura desocupada encontrada
primero lo metían.
De la gente
baja, y tal vez también de la mediana, el espectáculo estaba lleno de mucha
mayor miseria, porque estos, o por la esperanza o la pobreza retenidos la
mayoría en sus casas, quedándose en sus barrios, enfermaban a millares por día,
y no siendo ni servidos ni ayudados por nadie, sin redención alguna morían
todos.
Y bastantes
acababan en la vía pública, de día o de noche; y muchos, si morían en sus
casas, antes con el hedor corrompido de sus cuerpos que de otra manera, hacían
sentir a los vecinos que estaban muertos; y entre estos y los otros que por
toda parte morían, una muchedumbre.
Era sobre todo
observada una costumbre por los vecinos, movidos no menos por el temor de que
la corrupción de los muertos no los ofendiese que por el amor que tuvieran a
los finados. Ellos, o por sí mismos o con ayuda de algunos acarreadores cuando
podían tenerla, sacaban de sus casas los cuerpos de los ya finados y los ponían
delante de sus puertas (donde, especialmente por la mañana, hubiera podido ver
un sinnúmero de ellos quien se hubiese paseado por allí) y allí hacían venir
los ataúdes, y hubo tales a quienes por defecto de ellos pusieron sobre alguna
tabla. Tampoco fue un solo ataúd el que se llevó juntas a dos o tres personas;
ni sucedió una vez sola sino que se habrían podido contar bastantes de los que
la mujer y el marido, los dos o tres hermanos, o el padre y el hijo, o así
sucesivamente, contuvieron.
Y muchas veces
sucedió que, andando dos curas con una cruz a por alguno, se pusieron tres o
cuatro ataúdes, llevados por acarreadores, detrás de ella; y donde los curas
creían tener un muerto para sepultar, tenían seis u ocho, y tal vez más.
Tampoco eran estos con lágrimas o luces o compañía honrados, sino que la cosa
había llegado a tanto que no de otra manera se cuidaba de los hombres que
morían que se cuidaría ahora de las cabras; por lo que apareció asaz
manifiestamente que aquello que el curso normal de las cosas no había podido
con sus pequeños y raros daños mostrar a los sabios que se debía soportar con
paciencia, lo hacía la grandeza de los males aún con los simples, desaprensivos
y despreocupados.
A la gran
multitud de muertos mostrada que a todas las iglesias, todos los días y casi
todas las horas era conducida no bastando la tierra sagrada a las sepulturas (y
máxime queriendo dar a cada uno un lugar propio según la antigua costumbre), se
hacían por los cementerios de las iglesias, después que todas las partes
estaban llenas, fosas grandísimas en las que se ponían a centenares los que
llegaban, y en aquellas estibas, como se ponen las mercancías en las naves en
capas apretadas, con poca tierra se recubrían hasta que se llegaba a ras de
suelo.
Y por no ir
buscando por la ciudad todos los detalles de nuestras pasadas miserias en ella
sucedidas, digo que con un tiempo tan enemigo que corrió esta, no por ello se
ahorró algo al campo circundante; en el cual, dejando los burgos, que eran
semejantes, en su pequeñez, a la ciudad, por las aldeas esparcidas por él y los
campos, los labradores míseros y pobres y sus familias, sin trabajo de médico
ni ayuda de servidores, por las calles y por los collados y por las casas, de
día o de noche indiferentemente, no como hombres sino como bestias morían.
Por lo cual,
estos, disolutas sus costumbres como las de los ciudadanos, no se ocupaban de
ninguna de sus cosas o haciendas; y todos, como si esperasen ver venir la
muerte en el mismo día, se esforzaban con todo su ingenio no en ayudar a los
futuros frutos de los animales y de la tierra y de sus pasados trabajos, sino
en consumir los que tenían a mano. Por lo que los bueyes, los asnos, las
ovejas, las cabras, los cerdos, los pollos y hasta los mismos perros
fidelísimos al hombre, sucedió que fueron expulsados de las propias casas y por
los campos, donde las cosechas estaban abandonadas, sin ser no ya recogidas
sino ni siquiera segadas, iban como más les placía; y muchos, como racionales,
después que habían pastado bien durante el día, por la noche se volvían
saciados a sus casas sin ninguna guía de pastor.
¿Qué más puede
decirse, dejando el campo y volviendo a la ciudad, sino que tanta y tal fue la
crueldad del cielo, y tal vez en parte la de los hombres, que entre la fuerza
de la pestífera enfermedad y por ser muchos enfermos mal servidos o abandonados
en su necesidad por el miedo que tenían los sanos, a más de cien mil criaturas
humanas, entre marzo y el julio siguiente, se tiene por cierto que dentro de
los muros de Florencia les fue arrebatada la vida, que tal vez antes del
accidente mortífero no se habría estimado haber dentro tantas?
¡Oh cuántos
grandes palacios, cuántas bellas casas, cuántas nobles moradas llenas por
dentro de gentes, de señores y de damas, quedaron vacías hasta del menor
infante!
¡Oh cuántos
memorables linajes, cuántas amplísimas herencias, cuántas famosas riquezas se
vieron quedar sin sucesor legítimo!
¡Cuántos
valerosos hombres, cuántas hermosas mujeres, cuántos jóvenes gallardos a
quienes no otros que Galeno, Hipócrates o Esculapio hubiesen juzgado sanísimos,
desayunaron con sus parientes, compañeros y amigos, y llegada la tarde, cenaron
con sus antepasados en el otro mundo!
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